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DEEPAK CHOPRA
“Hay una enseñanza”, dijo Merlín, “denominada el modo del mago. ¿Has oído hablar de ella?”
El joven Arturo levantó la vista del fuego que, sin éxito, trataba de encender.
Casi nunca era fácil encender el fuego en las húmedas mañanas de comienzos de
primavera en el País de Occidente.
“No, nunca he oído hablar de eso”, contestó Arturo tras pensar un momento.
“¿Magos? ¿Quieres decir que ellos tienen un modo diferente de hacer las cosas?”
“No, las hacen exactamente como nosotros”, replicó Merlín, y chasqueando los dedos encendió el montón de leña húmeda que Arturo había recogido, impaciente ante los torpes esfuerzos del muchacho por encender el fuego. Al instante se formó una gran llama. Acto seguido, Merlín abrió las manos y sacó de la nada un par de patatas y un puñado de setas silvestres. “Ensártalas en una broqueta y ponías a tostar sobre el fuego, por favor”, dijo.
Arturo obedeció sin más. Tenía unos diez años y la única persona a quien conocía era Merlín. Estaban juntos desde que tenía memoria. Seguramente había tenido madre pero no tenía el más mínimo recuerdo de su rostro.
El anciano de luenga barba blanca había reclamado su derecho sobre el infante real a las pocas horas de su nacimiento.
“Soy el último guardián del sendero del mago”, dijo Merlín. “Y quizás tú seas el último en conocerlo”.
Poniendo las broquetas sobre el fuego, Arturo miró sobre el hombro. La curiosidad le había picado. ¿Merlín un mago?
Nunca lo había pensado. Los dos vivían solos en el bosque, en la cueva de cristal. El brillo de la cueva les proporcionaba la luz. Arturo había aprendido a nadar convirtiéndose en pez. Cuando deseaba comida, ésta aparecía, o Merlín le daba un poco. ¿Acaso no era así como todo el mundo vivía?
“Verás, dentro de poco te irás de aquí”, continuó Merlín. “No vayas a dejar caer esa patata entre la ceniza”. Por supuesto, el muchacho ya la había dejado caer. Como Merlín vivía hacia atrás en el tiempo, sus advertencias siempre llegaban demasiado tarde, después de ocurridos los percances. Arturo limpió la patata y la ensartó de nuevo en la broqueta, hecha de la madera verde de un tilo.
“No importa”, dijo Merlín. “esa puede ser la tuya”. “¿Cómo así que me iré?”, preguntó Arturo. Sólo había ido de vez en cuando al pueblo cercano, cuando Merlín deseaba ir al mercado, y en esas ocasiones el mago siempre tenía cuidado de ocultar la identidad de los dos bajo pesadas capas. Pero el muchacho era gran observador, y lo que había visto en los demás le preocupaba.
Merlín miró de soslayo a su discípulo. “Pienso enviarte al pantano o, como dicen los mortales, al mundo. Te he mantenido lejos del pantano durante todos estos años, enseñándote algo que no debes olvidar”.
Merlín calló para ver el efecto de sus palabras, y luego continuó: “El sendero del mago”.
Tras pronunciar estas palabras, ambos quedaron en silencio, como suele suceder entre quienes llevan mucho tiempo juntos. Anciano y niño casi respiraban al unísono, de tal manera que Merlín debió percibir la inquietud que daba vueltas en la mente de Arturo, cual pantera enjaulada.
Terminada su comida, el muchacho fue a lavarse en el estanque azul que estaba al pie de la colina. Cuando regresó, Merlín tomaba el sol sobre su roca favorita (aunque “tomar el sol” es apenas un decir, puesto que la espesa colcha de nubes se había adelgazado apenas lo suficiente para que un rayo solitario se abriera paso a través de las copas de los árboles para iluminar los cabellos de plata del mago). Las primeras palabras que salieron de la boca del muchacho fueron: “¿Qué será de ti?” ,“¿De mí? No te creas tan importante. Podré arreglármelas perfectamente sin ti, gracias”. En el instante mismo en que terminó de hablar, Merlín supo que había lastimado los sentimientos del niño. Pero los magos son malos para disculparse. Un hermoso arco hecho de fresno blanco apareció en el suelo al lado de Arturo, quien lo tomó presuroso y comenzó a tensarlo. En su lenguaje privado, sabía que era la forma como el anciano se disculpaba.
“No me preocupa lo que pueda pasarme”, continuó Merlín, “sino que se pierda el conocimiento. Como te dije, quizás seas el último en conocer el sendero del mago”.
“Entonces me cercioraré de que no se pierda”, prometió Arturo.
Merlín asintió con la cabeza. No volvió a tocar el tema del sendero del mago ese día ni durante muchos días más. Sin embargo, una mañana de junio, al despertarse, Arturo encontró su cama de ramas de pino cubierta de nieve. Tembló de frío y se sentó, lanzando al aire una nube de copos blancos al sacudir su cobija de piel de venado. “Creí que hacías esto sólo en diciembre”, dijo, pero Merlín no contestó. Estaba inmóvil en medio del círculo de nieve que cubría su campamento. Ante él había una extraña aparición: una enorme roca con una espada que sobresalía de ella. A pesar del frío, la roca no tenía nieve y la hoja de la espada se proyectaba en el aire deslumbrando con el brillo de su metro y medio de acero damasquino martillado.
“¿Qué es eso?”, preguntó Arturo. La vista de la roca lo conmovió profundamente, aunque no entendió por qué.
“Nada”, replicó Merlín. “Sólo recuérdala”.
Un momento después, la espada en la roca comenzó a desvanecerse, y cuando Arturo regresó de su baño matinal, el claro del bosque estaba tibio nuevamente, el sol había fundido hasta el último copo de nieve y la roca se había esfumado como un sueño. El niño sintió ganas de llorar, porque sabía que la aparición era el gesto de despedida de Merlín, de despedida y de recuerdo.
Lo que le sucedió a Arturo cuando salió al mundo es ahora leyenda. Con el tiempo se encontró en Londres, en una nevada mañana de Navidad, a las puertas de la catedral donde la espada en la roca había reaparecido misteriosamente. Para asombro de la gente que salía de la iglesia, retiró la espada y reclamó su derecho a ser rey Libró largas y crueles batallas para vencer a una horda de rivales que pretendían el trono, y luego estableció en Camelot la sede de su poder. Todos los días vivió de acuerdo con las enseñanzas del mago. Finalmente falleció y se convirtió en historia. Quedó como tarea a las generaciones posteriores averiguar lo que Merlín le había enseñado a su discípulo durante esos años en el bosque, antes de que Arturo se allegara a la roca y tomara el destino por su empuñadura engastada de joyas.
El mundo de Arturo desapareció poco después de la caída de Camelot. El reino cayó presa nuevamente de las luchas intestinas y la ignorancia, y Merlin demostró haber sido el último de su clase, tal como lo había pronosticado. Después de él, no se registra en la historia de Occidente el nombre de ningún otro mago.
Pero Merlín nunca creyó que la sabiduría del mago dependiera de la forma como se desenvolvió la historia. “Lo que sé está en el aire”, solía decir. “Respíralo y lo hallarás”. Los magos conocían cosas atemporales y, por lo tanto, la reserva de su conocimiento debe estar por fuera del tiempo. El camino está abierto. Comienza en todas partes y no lleva a ninguna, pero aun así conduce a un sitio real. Todo esto se nos presenta a los ojos a medida que escuchamos a Merlín.
En la época del rey Arturo no había otra búsqueda que despertara más pasión que la búsqueda del Santo Grial (según la tradición, el Santo Grial fue el cáliz que usó Jesús en la última cena) Cada uno de los caballeros de Arturo soñaba con obtener ese esquivo trofeo que traería al rey la protección y la bendición de Dios. Era común encontrarse con caballeros que hacían penitencia para recibir una visión del Grial, y los artistas competían entre sí para pintar una imagen de la Última Cena más espléndida que la anterior.
“Ustedes nacieron en estado de inocencia. De todos los ingredientes empleados por los alquimistas, éste es el más importante. Un recién nacido no cuestiona su existencia; vive en la aceptación de sí mismo, en la confianza y el amor. No escucha todavía la voz insistente de la duda.
“El siguiente paso”, prosiguió Merlín, “anuncia la entrada en escena del ego, el sentido del ‘yo’. Para que haya un ‘yo’ también debe existir un ‘tú’ o un ‘aquello’. El nacimiento del ego es el nacimiento de la dualidad. Marca el principio de los contrarios y, por lo tanto, de la oposición. Aunque cada nuevo paso de la alquimia hace tambalear al anterior y pone el mundo al revés, esta revolución es quizás la más espantosa. ¡Han dejado de ser dioses!
“Una vez que ustedes los mortales tienen ego”, continuó Merlín, “tienen un mundo ‘allá afuera’ y surge una nueva tendencia: la necesidad de salir al mundo y realizar cosas. Las pnmeras señales de este cambio son primitivas. El bebé desea agarrar y sostener las cosas; desea explorar por sí solo, pero siempre asegurándose de que su madre esté cerca. No tarda en querer caminar y comienza a protestar si la madre no se lo permite. Este deseo de escapar y andar es tímido al principio. Pero con el tiempo, el mismo bebé que anhelaba estar protegido en el regazo de la madre, grita para que lo suelten. Éste es un instinto sano, porque el ego sabe que lo desconocido es la fuente del temor. Si el bebé no se desprendiera para conquistar el mundo, crecería temiéndole cada vez más.
“Con el tiempo, el ego se encuentra con una nueva noción”, agregó Merlín. “Que la felicidad no está solamente en tomar, sino también en dar. El descubrimiento es trascendental, porque libera al ego de muchos tipos de temor. Del temor al aislamiento, al cual conduce necesariamente el egoísmo total. Del temor a perder, el cual surge porque es imposible aferrarse a todo para siempre. Del temor a los enemigos, que desean despojarlo.
“Durante mucho tiempo, el ego ha hecho lo que ha querido”, continuó Merlín. “La pregunta ¿Qué es lo mejor para mí? ha predominado por encima de todas las consideraciones; el estrecho punto de vista individual ha sido el único con visos reales. Eso es apenas natural. Como dije, este mundo relativo tiene un propósito, a saber: enseñarles a convertirse en individuos. Pero la individualidad con el tiempo comienza a abrirse y a ampliar sus horizontes. Podríamos predecir que, dado el libre albedrío, los seres humanos se limitarían a regodearse en un egoísmo cada vez mayor. Si el ego implacable y controlador tuviera la última palabra, quizás ése sería el desatino de los hombres; pero la alquimia funciona invisiblemente, en los pasajes recónditos del alma.
“Les dije”, continuó Merlín, “que la motivación del buscador era poder ver, y eso es algo que llega pronto. El sexto paso, el nacimiento del vidente, está justo debajo de la superficie de todo buscador. La búsqueda no entraña satisfacción en sí misma; la vida sería estéril y frustrante si todos tuvieran que buscar sin encontrar nada. Por fortuna, en el plan divino todas las preguntas traen sus respuestas, todas las metas acaban por encontrarse en su fuente. Una vez que se pregunten verdaderamente dónde está Dios, verán la respuesta.
“Es difícil pensar que pueda haber una etapa superior de la vida”, dijo Galahad al cabo de un momento, profundamente conmovido por la descripción del vidente.
1. Siéntese en silencio durante unos momentos antes de iniciar la lectura de una lección.